Ya crucé a Kenia y aquí también llueve cada dos por tres…
Las carreteras parecían mejores pero, je, puro espejismo. El autobús sí era un poco mejor; al menos solo había cuatro asientos por fila y se podían reclinar y todo (todos menos el mío, que soy de un afortunado que asusta). Tras espantar en la frontera a saltamontes, cambiadores de divisas y niños y no tan niños pidiendo cuanto se les ocurría que podía llevar encima, y dar cuatro cabezadas en las zonas en que la carretera no era un contínuo de bandas sonoras a base de baches, llegué a Nairobi y me las apañé para encontrar el autobús a Karen sin que siquiera intentaran atracarme. No es mal comienzo. Karen es el barrio, o un suburbio, como los llaman ahora, que se formó en los alrededores de lo que fue la granja donde Karen Blixen vivió los años que relató con una narrativa deliciosa en Memorias de África. Está lleno de mansiones rodeadas de setos tan altos que no dejan atisbar qué se esconde dentro y, en las ocasiones en que se ve algo, es porque el jardín es tan grande que la seguridad está reforzada más allá de lo que alcanza la vista. Gente adinerada con cochazos arriba y abajo llevando a los niños a saber dónde y locales encargándose de la jardinería, guardar las puertas y cuidar los caballos, ese es básicamente el paisaje de este extraño sitio. Muchos de los que conducen los cochazos son blancos. Por lo que se ve son descendientes de los colonos británicos, así que probablemente lleven ya tres o cuatro generaciones por aquí. También los hay que no son blancos y parecen igual de adinerados. Me da que esto es como Las Rozas, aunque yo diría que exagerado por la forma en que se estructura el terreno. La seguridad y las formas en algunas parcelas olían a político que echaban para atrás.
En fin, que yo aquí vine a dos cosas: una, a ver el Museo Karen Blixen y dos, a tomar el vuelo a Londres desde Nairobi. El museo, por si hace falta decirlo, me encantó. La casa de los barones Blixen ya no tiene los taitantos acres que la rodeaban y ya no llega a los pies de las colinas Ngong (que ya de paso, me he enterado de que significa nudillos – y el perfil merece el nombre – ) pero a pesar de las calles, los coches, y la cantante que desafinaba desde el recinto de al lado, sigue siendo un encanto y es fácil imaginar cómo un alma creativa como la escritora, pintora, contadora de historias que era Karen Blixen se enamoró de aquel lugar. El rápido paseo guiado por la casa fue suficiente para recrear en mi mente las imágenes de la película, mezclar los gestos de Meryl Streep con los retratos de la Karen real que abundan en el museo, y verme allí sentada a la mesa escuchando las historias con las que embelesaba a sus invitados, o acompañándola mientras hacía las cuentas con los trabajadores de la granja. Pasé un buen rato sentada en un banco en el jardín escribiendo – ¡hasta que se me acabó el papel! - y contemplando el lugar, y me di el placer de sentarme en el porche, en un banco más pensado para el guarda que para los turistas, y mirar hacia el jardín escuchando la música que venía del gramófono… Vale, eso solo estaba en mi cabeza, pero si has visto la peli sabes de qué estoy hablando.
Por el camino al museo visité Kazuri, la fábrica de piedrecitas de cerámica para colgantes y demás complementos que provee de cosas pequeñas y bonitas – que es el significado de kazuri en Swahili - al mismísimo Harrods entre otros (donde las venden a cuatro o cinco veces su precio en Kenia, claro, y eso que aquí ya están por encima de lo habitual). También hacen figuras de porcelana, todo preparado y decorado a mano, aunque en muchas de las cosas “hacen trampa” usando moldes en lugar de modelado a mano. Aún así llevan mucho trabajo, así que acepto barco como animal acuático. La fábrica la empezó en 1975 una pareja británica – bueno, la principal implicada fue la mujer - con la intención de dar trabajo y formación en el oficio a personas necesitadas. Hoy en día la mayor parte del cuerpo de empleados son madres que crían a sus hijos sin la ayuda de una pareja.
La visita a Karen fue tranquila, y el día de hoy lo he pasado viniendo a o estando en el aeropuerto. Me he levantado tranquilamente, eso sí, y he tardado como una hora en meterlo todo a la mochila. No ha estado tan bien empaquetada en todo el viaje. Menos mal, porque bajando del primer autobús, el que me llevaba de Karen a Nairobi, si llego a estirar de la mano que me abría los bolsillos esos que quedan en la cintura en la mochila, el pendejo manos ligeras hubiese bajado las escaleras con los dientes. Se ha librado porque el reflejo ha sido espantar la mano y recuperar el gobierno de los bolsillos. Las pilas y el cargador del móvil, o no le han parecido útiles, o no le ha dado tiempo a agarrarlos. No ha sido agradable, pero en esos bolsillos ya han intentado meter la mano otros mucho más cerca de casa, así que no ha sido una sorpresa ver lo que nos parecemos alrededor del globo, incluso en las malas artes. En el autobús al aeropuerto, pese a los malos augurios de la Lonely Planet, no ha habido más intentos. Ir hasta la última parada donde todo el mundo se baja y esperarme a ser la última ha debido ayudar, aunque para evitar tentaciones he dejado los bolsillos vacíos y abiertos, he cubierto la mochila con el impermeable para hacer más difícil aún meter la mano, y a la mochila pequeña, a la que he ido literalmente abrazada todo el día, le he añadido la seguridad de un pequeño candado. Cuando llegué en el autobús desde Jinja, Nairobi me dió mejor impresión que Kampala (aunque eso no es difícil), pero el caos del tráfico en un jueves a las 2, el penoso estado de la “carretera” al aeropuerto internacional y el escenario a los lados de semejante via de comunicación con el mundo, me dejan con la sensación de que, siendo como es el centro de negocios de África del Este, aún tiene un largo camino que recorrer para ser un punto de bienvenida, aunque solo sea al dinero del mundo.
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